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Artículo de la Vanguardia
No tengo palabras...
Nuestros dirigentes deberían tener la grandeza
de ánimo para lograr un pacto o formar un gobierno de concentración
Artículos | 16/07/2012 - 00:00h
España ha sido intervenida y no tengo palabras para decir lo que siento. Cualquier persona que quiera a su país –y en Catalunya hay muchas– puede entenderme perfectamente. Yo quiero a mi patria, que es España. Una patria más, como la de cada quisque, distinta e igual a todas las patrias, ni mejor ni peor que otra cualquiera, una patria hecha de memoria y de futuro, de gentes y de tierras en las que estas gentes viven, de logros y de fracasos. La quise de joven, avergonzándome de ella por estar sometida a una larga dictadura, pero con cierta irreducible esperanza de que la situación se reconduciría. La quise, expectante, al iniciarse la transición y me sentí orgulloso de ella cuando, consolidada la libertad y recuperadas las instituciones democráticas, se integró en los clubs a los que por geografía e historia debía pertenecer. Fueron años en los que hicimos entre todos una Constitución no excluyente, en los que la derecha hizo la reforma fiscal y secularizó el derecho de familia, y en los que la izquierda hizo la reconversión industrial. También se echaron entonces los cimientos del Estado autonómico, con la recta –y seguramente vana– intención de resolver el secular problema del encaje de Catalunya en España. Hubo, en fin, un día que hoy parece lejano, en que un político catalán me dijo: “Sí, ja ho sé, ja ho sé: la marca Espanya ven”.
¿Cómo
es posible que ocurriese este milagro? Siempre lo he tenido claro: teníamos
miedo. El motor del cambio no fue otro que el miedo, el miedo acerbo a repetir
el desquiciamiento inenarrable, vesánico e indecente de la Guerra Civil entre
pobres que protagonizamos ante la inhibición desdeñosa y escandalizada de los
europeos ricos, siempre vestidos de Pilatos –Pilatos era europeo–, siempre
lavándose las manos, atendiendo a sus filias, fobias e intereses.
Pero
el miedo se fue diluyendo a medida que mejoraba la situación del país y, al
desvanecerse, hemos vuelto –por lo que a la gestión de lo público se refiere– a
los viejos y nefastos hábitos: al egoísmo ciego, al sectarismo cerril, a la
insolidaridad rampante, a la chulería grosera, a la improvisación desvergonzada
y al engaño sistemático. Hemos vuelta a donde solíamos. España es hoy más
invertebrada que nunca, y no sólo en el ámbito territorial –que también– sino,
sobre todo, en el sentido profundo en el que lo denunciaba Ortega. Invertebrada
e intervenida, y a punto de ser descuartizada.
¿De
quién es la culpa? Entre todos la mataron y ella sola se murió. Sin eludir las
responsabilidades que a todos nos alcanzan, es cierto que nuestros dirigentes
han escrito páginas lamentables, por las que la historia les pasará cuentas.
Los dirigentes de la derecha, procedentes del grupo social que usufructuó el
país a su antojo durante cuarenta años, no pudieron soportar sin echar las
patas por alto el largo mandato de Felipe González. Iniciaron el desguace del
consenso de la transición y se enrocaron en la intangibilidad de la Constitución , en su
intento de perpetuar el control de toda España en manos del núcleo madrileño.
Pusieron las bases de la burbuja inmobiliaria y han rematado la faena con el
episodio de Bankia. Me viene a la memoria, para caracterizar a esta derecha
–que no es toda–, una palabra que Primo de Rivera, el joven, le aplicó en las
mismas puertas de la muerte: “flatulenta”.
¿Y
la izquierda? Siempre alardeando de no se sabe qué superioridad moral que le
atribuiría –de ser cierta– una especie de legitimidad predemocrática
autootorgada. Una superioridad moral que no ha sido incompatible con episodios
de corrupción que en nada ceden ante los de la derecha. Una superioridad moral
que la eximía, por lo visto, de observar las leyes. De ahí que la izquierda
haya dejado sin cumplir su obligación principal al inicio de la transición:
enseñar a los españoles que las leyes están para ser cumplidas. Lejos de ello,
proclamó que Montesquieu había muerto y puso al servicio de sus intereses
grupales el mismo sectarismo que denunciaba en la derecha e idéntica táctica
elusiva de los problemas de fondo. ¡Si, por negar, negó hasta la existencia de
una crisis que ya nos devoraba! ¡Cuánta soberbia y cuán injustificada!
¿Y
ahora, qué? España debe replegarse para hacer recuento, no sólo contable, de su
activo –que lo tiene– y de su pasivo –que la abruma–; para reconducir sus
objetivos; y para fijar el camino que seguir en el que quizá ya no todos
quieran acompañarnos, por lo que –a mi juicio– habría que dejarles franca la
posibilidad de irse. Así las cosas, no disponemos, para capear el temporal, de
otros dirigentes que los que tenemos, por lo que a ellos hemos de acogernos,
para pedirles que –¡al menos por una vez!– tengan la grandeza de ánimo precisa
para actuar de consuno y alcanzar un pacto o formar un gobierno de
concentración, al objeto de acometer aquellas profundas reformas sin las que
será imposible enderezar el rumbo. No bastará –señor presidente– con hacer lo
que Dios manda.
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