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sábado, 25 de junio de 2011

Movie Legends - Katharine Hepburn


La fuerza seductora de Katharine Hepburn

'Recordando a Kate', la biografía de A. Scott Berg, muestra a una mujer de indomable carácter
Fue libre en una época en la que no era habitual que las mujeres tuvieran las mismas facilidades que los hombres para hacer lo que quisieran. "Katharine la Arrogante", como la llamaban en algunos círculos, sabía moverse sola. Sedujo a John Ford, y Howard Hughes estuvo loco por ella. Al final, con quien compartió 27 años de su vida fue con Spencer Tracy, con el que, sin embargo, nunca quiso casarse: "Por primera vez comprendí verdaderamente que era más importante amar que ser amada", asegura la actriz en Recordando a Kate. La biografía íntima de Katharine Hepburn (Lumen), de A. Scott Berg. La relación no fue nunca un camino de rosas, pero Katharine Hepburn se rindió al amor como nunca lo había hecho antes.

                    " La belleza de un carromato de huesos "                                       
"Solo la gente sencilla sabe que es el amor. La gente complicada trata tanto de causar impresión que pronto agota su talento."


Actriz estadounidense, gran dama del teatro y protagonista de grandes títulos clásicos de la historia del cine.Katharine Hepburn nació en el seno de una familia aristocrática que decía descender de un hijo bastardo del príncipe Juan de Inglaterra. Esta alcurnia y el hecho de que sus antepasados hubieran llegado a Estados Unidos en el Mayflower eran referencias que los Hepburn mantenían muy frescas.
 Una infancia burguesa
Su padre, Thomas Norval Hepburn, era un respetado cirujano especialista en urología, y un atleta de primera categoría desde sus tiempos de estudiante en el Randolph-Macon College de Virginia; en 1900, cuando estudiaba medicina en la Universidad Johns Hopkins, conoció a Katharine Martha Houghton, una inquieta militante sufragista con la que se casó tras la graduación y que después de darle seis hijos lideró la lucha por el control de la natalidad. Si bien esta mujer moderna e inteligente fue el modelo de su famosa hija, ésta era tan tímida en la infancia que tuvo que ser educada en su casa en lugar de concurrir a una escuela convencional.
La confortable paz burguesa en que transcurrió su niñez se quebró la mañana de 1921 en que encontró a su hermano Tom colgado en el desván. Este inexplicable suicidio fue una tragedia familiar sin paliativos que a ella le afectó especialmente, por lo que sus padres la enviaron una temporada a la casa de verano que poseían en Fenwick.
Su biógrafo dice que les unió su pasión por el chocolate negro, pero lo cierto es que cuando A. Scott Berg se presentó en 1983 en la casa de la actriz para hacerle una entrevista, Katharine Hepburn, que tenía millones de admiradores, llevaba una existencia demasiado solitaria, reducida a tratar exclusivamente con su familia. Se había esforzado tanto por echar a la gente de su lado que al final le quedaban muy pocas personas con las que pudiera hablar de conocidos como Howard Hawks, Cary Grant o George Cukor. Así que entre la actriz y el biógrafo se inició una profunda amistad que se prolongó durante veinte años y que ha reflejado en toda su intensidad enRecordando a Kate, la biografía que acaba de aparecer en España y que se publicó con la condición que ella impuso: que sólo viera la luz cuando estuviese muerta.
Hepburn falleció el pasado junio del 2003, a los 96 años, en su casa de Connecticut, pero con ella se acabó también una época de Hollywood en la que esta actriz indomable compaginaba el éxito cinematográfico en películas como Historias de Filadelfia o Adivina quién viene esta noche con sus salidas al escenario para interpretar a Shakespeare. Su profesionalidad y su curiosidad insaciable no impedían que, de vez en cuando, hiciera gala de un carácter más bien fuerte. En una ocasión escupió a Joseph Mankiewicz porque no estaba de acuerdo con una escena. Durante el rodaje de María Estuardo, John Ford, con el que sostuvo un intenso idilio, abandonó desesperado el plató y le dijo a Hepburn que dirigiera ella misma.



Su padre, un urólogo de Nueva York, y su madre, una sufragista, siempre alentaron su independencia. Cuando su biógrafo la conoció, la actriz contaba más de 70 años, pero seguía transmitiendo un gran poderío físico. Nadaba en pleno invierno en las aguas heladas del estrecho de Long Island, vivía rodeada de flores frescas y su bebida favorita era un vaso con hielo, un chorro de whisky y soda hasta el borde.
Ganó cuatro oscars, obtuvo 12 candidaturas y fue una de las pocas intérpretes que consiguieron cruzar el campo de minas de la edad. A los 74 años rodó En el estanque dorado. Pero Katharine empezó a convertirse en una actriz cuando no era más que una adolescente. Su hermano Tom, al que ella adoraba, se ahorcó -"La gente es tan complicada que en realidad nunca podemos conocerla"-, y ella aprendió entonces a ocultar sus sentimientos, "a crear una persona que daría la cara al mundo mientras escondía otra que mantendría privada a toda costa", asegura Scott Berg.
Estuvo casada y hechizó a muchos de los hombres que se cruzaron en su camino, pero nunca quiso tener hijos. "Habría sido una madre terrible", asegura con rotundidad enRecordando a Kate. "porque básicamente soy un ser humano muy egoísta. Aunque eso no ha impedido que la mayoría de la gente haya tenido hijos".


"Amor no tiene nada que ver con lo que esperas conseguir, sólo con lo que esperas dar; es decir, todo."

Historias de Filadelfia
Su reaparición en Broadway supuso un nuevo auge en su carrera: su trabajo en la comedia de Philip Barry Historias de Filadelfia llegó a las cuatrocientas representaciones y recibió el aplauso unánime de crítica y público. Tras su fracaso en Hollywood (le habían colgado el mote de «veneno de la taquilla» y se había visto rechazada en favor de Vivien Leigh para protagonizar Lo que el viento se llevó), la actriz se sentía tan feliz con este nuevo triunfo que el multimillonario Howard Hughes, con quien había tenido un romance, le regaló los derechos de The Philadelphia Story para que únicamente ella pudiese hacer la versión cinematográfica.
Y la Hepburn, tras comprar su libertad a la RKO (cancelar el contrato le costó 220.000 dólares), volvió a la Costa Oeste para ofrecerle la adaptación al zar de la Metro Goldwin Mayer, Louis B. Mayer, quien aceptó, aunque no se plegó a las exigencias de la actriz de que los coprotagonistas fueran Clark Gable y Spencer Tracy. Le proporcionaron a Cary Grant y James Stewart y tuvo a Cukor como director, y la química conseguida prueba que fue la elección perfecta para una película memorable. Esta vez perdió el Oscar injustamente frente a Ginger Rogers, pero ganó con justicia un prestigio que ya no la abandonaría.


Katharine Hepburn y Spencer Tracy trabajaban en el mismo estudio, pero no se conocían. Ambos se encontraron por primera vez en los terrenos de la MGM en 1941. Los presentó Mankiewicz. "Kate repasó al actor de la cabeza a los pies. Después hizo un comentario sobre los altos tacones que llevaba y observó con coquetería:
-Señor Tracy, no es usted tan alto como esperaba.
-No te preocupes, Kate -intervino Mankiewizc-, él te reducirá a su tamaño.
Para entonces él se había convertido en el mejor actor de cine del momento. Louise Treadwell, su mujer, con la que tuvo dos hijos, se contentaba con su papel de señora de Tracy y trataba de mirar para otro lado ante las aventuras de su marido con actrices como Myrna Loy, Joan Crawford o Ingrid Bergman, pero le perdió para siempre, aunque nunca llegaran a divorciarse, cuando se inició el rodaje de La mujer del año, una comedia romántica con tintes feministas en la que Tracy y Hepburn estaban tan espléndidos como enamorados. No fue ésa la única película que rodaron juntos. En la pantalla brillaban tanto como en la vida real y compartieron cartel en más de ocho películas.
La relación entre ambos duró 27 años y no fue precisamente un camino de rosas. Tracy se sentía culpable de la sordera de su hijo y cuando no podía más bebía para olvidar, pero Hepburn se rindió al amor como nunca lo había hecho antes. Tras su primera noche con él, a sus 34 años, con una sarta de corazones rotos tras ella y rodeada de aspirantes a pretendientes, se sintió "como si le hubiesen golpeado en la cabeza con una sartén de hierro" . Decidió entonces de forma casi consciente entregarse a sus necesidades y deseos. En el plató o en la sala de estar, a menudo se sentaba a sus pies. Mantuvieron residencias separadas y en general no llegaban juntos a los actos sociales. Él hablaba de forma regular con su esposa, y en una ocasión, mientras Kate trataba de acostar a Tracy en un hotel de Beverly Hills, el actor, completamente borracho, le cruzó la cara con el dorso de la mano. Pero ella le amaba y quería estar con él. "Si le hubiera dejado, los dos habríamos sido desgraciados", cuenta en el libro.
Cuando lo ingresó en un hospital sabiendo que la muerte de Tracy era inminente, telefoneó a su esposa y se retiró discretamente. Ella nunca visitó la tumba de su gran amor.



Por su autobiografía (Me, 1991) se supo que por esa época vivió una intensa relación clandestina con el realizador John Ford (un hombre casado e infeliz, ferviente católico y alcohólico sin remedio que al final de su vida confesó su arrepentimiento por no haberla llevado al altar), y que el vínculo se deshizo nada más conocer a su admirado Spencer Tracy (también casado, infeliz, católico y alcohólico). Los unió La mujer del año (1942), de George Stevens, y desde entonces hasta Adivina quién viene esta noche (1967), de Stanley Kramer (Tracy murió unos días después de finalizar el rodaje) formaron una de las grandes parejas del cine y de la vida a lo largo de nueve películas y veinticinco años de torturados amores también clandestinos.
Durante los años cincuenta y sesenta rebajó mucho su ritmo de trabajo, lo cual no le impidió cosechar grandes éxitos como La reina de África (1951), que coprotagonizó con Humphrey Bogart, o la citadaAdivina quién viene esta noche (1967) y El león en invierno (1968), por los que obtuvo sendos Oscar de forma consecutiva. En las décadas siguientes, acusando su ya avanzada edad, redujo su presencia cinematográfica a papeles esencialmente de apoyo, con la notable salvedad de En el estanque dorado(1981), auténtico testamento fílmico por el que se le concedió su cuarto Oscar, y en el que compartió cartel con otra gloria del cine clásico estadounidense, Henry Fonda. 

 Hepburn se despidió del cine en 1994, ya octogenaria, para retirarse a su casa de campo, en Old Saybrook, Connecticut, donde la acompañaban habitualmente familiares y amigos, además de su biógrafo, Scott Berg, que la visitaba los fines de semana y concluyó allí veinte años de entrevistas que dieron forma a un libro, Kate remembered (2003), que, conforme a lo pactado, publicó tras la muerte de la actriz.

Un mito humano
«Hay mujeres, y además está Kate. Hay actrices, y además está Hepburn», dijo de ella Frank Capra cuando la dirigía en El estado de la Unión (1948), uno de los títulos que reafirmó la química perfecta de la actriz con Spencer Tracy. Aunque la inconfundible máscara profesional de la Hepburn (la voz que oscilaba entre el tono reposado y el sobreagudo, el elegante acento de Nueva Inglaterra, la réplica veloz, el andar ágil y desenvuelto) establecía químicas insospechadas.
Pese a su divismo, era de una enorme generosidad con sus compañeros gracias a un dominio de sus posibilidades que le permitía, sin traicionar ni un ápice su estilo, una inmediata adaptación que hacía las delicias de sus directores. Luego estaba su porte singular (su altura, el cuello largo, los pómulos altos, las facciones angulosas...), un tipo de belleza que ha perdurado en el tiempo ajeno a cánones y modas. El resto era aplomo, seguridad en sí misma y mucho talento. En la vida real era todo un carácter, y hasta más allá de los noventa años conservó una energía y una lucidez que no lograron apagar los temblores que le producía la enfermedad de Parkinson que padecía desde hacía tiempo.
Hollywood era el espejo del mundo. El mundo se miraba en esa imagen que fingía reflejarlo, y hacía lo posible por parecerse a ella. A miles de kilómetros, en un país remoto llamado Argentina, cuando se hablaba de un amor romántico y abnegado, la gente pensaba en Katharine Hepburn y Spencer Tracy. Eran los swinging sixties y el fin de cierta hipocresía. Tal vez por eso se conocía en ese momento una larga historia que estaba llegando a su fin.
Spencer Tracy, un hombre que nació con el siglo, tal vez el mejor actor de la historia de Hollywood, se levantó una noche de 1967, a las 3 de la mañana, y fue a la cocina para hacerse una taza de té caliente. Katharine oyó el golpe de la taza haciéndose trizas contra el suelo. Spencer había muerto.

Kate quiso borrar todo rastro de su presencia en esa casa antes de que llegara la familia de él: la legítima esposa, los hijos. Con ayuda de su asistente, sacó su ropa y sus objetos personales y los puso en el auto. Después cambió de idea y volvió a llevar todo a la casa.
En la iglesia católica del Inmaculado Corazón de María se celebró la misa de réquiem por el alma de Spencer Bonaventure Tracy. Todo Hollywood estaba presente para despedir a una de sus grandes estrellas y dar el pésame a sus hijos y a su viuda, Louise Treadball Tracy. Encerrada en su casa, Katharine Hepburn se negaba a recibir a la prensa.
Unos días después, Kate llamó a Louise.
–Sabes, Louise –le dijo–, podemos ser amigas. Tú lo conociste al comienzo y yo al final.
–Bueno, sí –dijo Louise, vengativa–, pero verás, yo pensaba que era sólo un rumor...

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